(Moisés S. Palmero Aranda, Educador ambiental) Un cúmulo de casualidades me permite conmemorar el Día de las Bibliotecas, en recuerdo a la Biblioteca de Sarajevo destruida durante la guerra de los Balcanes, con eBiblio, el servicio digital de préstamo gratuito ofrecido por el Ministerio de Cultura a través de las bibliotecas públicas españolas, excepto las del País Vasco y Cataluña que ofrecen un servicio propio.
No viene a sustituir nada, ni pretende imponer lo digital. Es más, para poder utilizarlo, tienes que ser socio de una biblioteca municipal. Es un complemento práctico, adaptado a los tiempos que corren y al perfil de los nuevos usuarios, pero mantiene el objetivo prioritario de las bibliotecas, que es el de facilitar el acceso a la cultura a toda la población.
Admiro las bibliotecas. Creo que custodiar el saber, el conocimiento, la cultura, y ofrecerlo de forma gratuita, es uno de los grandes logros de la Humanidad. Más que bosques, son un vivero de semillas para entender el Universo, recordamos los aciertos y errores que cometimos y descubrimos mortales con la capacidad de cambiar el mundo.
No le había prestado mucha atención a eBiblio, hasta hace unas semanas que cortaron la electricidad de la comunidad de vecinos por falta de pago. La luz del pasillo, el ascensor y la antena dejaron de funcionar.
Sin la caja que nos atonta, me acordé de las estanterías virtuales y descargué La Voz de los Valientes, de Tarradas Bultó. Ambientada durante la II Guerra Mundial, narra las vivencias de un grupo de personajes que se compromete, dentro de sus posibilidades, a luchar contra el nazismo, y facilitar la huida de los judíos hacia España donde, por su neutralidad, podían estar seguros.
Su lectura me impresionó porque coincidió con la locura desatada por el ataque terrorista de Hamás. Ha sido constatar que la insensatez humana no tiene límites, ni fronteras, ni responde a una raza o religión. Siempre ha sido igual, pero llevamos un siglo de guerras intercambiando los papeles; donde las víctimas se convierten en verdugos; la vida, los Derechos Humanos, no tienen valor; y son los valientes anónimos, invisibles, con sus gestos, con sus voces, los que dignifican nuestra especie, mientras las elites nos llenan la cabeza de dioses, patriotismo, y proclamas manidas para justificar su falta de ética, moral y cordura.
Pero hubo más coincidencias. Cuando lo acabé, me atrajo por su título, La vida anterior de los delfines, de Kirmen Uribe, Premio Nacional de Literatura. Para hablarnos de migrantes, de ETA, de feminismo y pacifismo, parte de la leyenda de que los humanos que se enamoran de las lamias se convierten en un delfín, y su mundo cambia por completo.
Son tres historias entrelazadas que giran alrededor del libro que el autor debe escribir con la beca que le han dado para investigar, en la Biblioteca de New York, la figura de Rosika Schwimmer, cuya vida se guarda en 176 cajas de cartón, ordenadas por una bibliotecaria para escribir una biografía que nunca llegó a terminar.
Rosika fue una activista feminista y pacifista húngara, que sufrió la I Guerra Mundial. Junto a muchas mujeres de otros países, crearon la Alianza Internacional de Mujeres, con el objetivo de conseguir el voto femenino y ser parte activa en la sociedad y en el final del conflicto. Con la idea de convencer al presidente Wilson para que intermediase por la Paz Mundial, viajó a EE.UU, pero ser mujer, judía y extranjera no facilitó mucho las cosas.
Su lucha fue incansable, tanto que Henry Ford se ofreció a financiar el proyecto del Barco de la Paz para recorrer el Mediterráneo y propiciar un acuerdo entre los países en guerra. No salió como esperaban, sobre todo, porque Wilson, en vez de a través de la Paz, decidió intermediar en el conflicto aumentando el presupuesto militar. Acabó con la guerra, pero dejó las heridas abiertas que provocaron la II Guerra Mundial, la Guerra Fría y la división del mundo en dos bloques que vuelven hacernos temblar. Desde entonces, no hay espacio para la Paz, una guerra sucede a la otra.
Aquel barco, a pesar del fracaso, se relaciona con el germen de las Naciones Unidas, y sus objetivos eran muy similares a los de la Cumbre de la Paz de El Cairo de este fin de semana. Rosika no iba desencaminada, y por eso Albert Einstein, apoyó su candidatura al Nobel de la Paz hasta en cuatro ediciones, pero nunca lo ganó.
Estas semanas he aprendido que a pesar del horror, siempre queda la esperanza de que las semillas de las bibliotecas florezcan “tejiendo comunidades”, que la voz de los valientes termine silenciando la de los cobardes que empuñan las armas, o de encontrar una lamia que nos convierta en delfines. ¡No a las guerras!